El camino de la vida
La cuestión de la pluralidad de las existencias ha
preocupado a los filósofos desde hace tiempo, y más de uno ha reconocido en la
anterioridad del alma la única solución posible para los más importantes
problemas de la psicología. Sin ese principio, se han visto obstaculizados a
cada paso, acorralados en un callejón sin salida de donde solamente han podido
escapar con el auxilio de la pluralidad de las existencias. La mayor objeción
que se puede hacer a esa teoría consiste en la falta de recuerdos de las
existencias anteriores. En efecto, integrar una sucesión de existencias de las
que no se tiene conciencia, abandonar un cuerpo para tomar otro sin la memoria
del pasado, equivaldría a la nada, visto que sería la nada en cuanto al
pensamiento. Sería una sucesión de nuevos puntos de partida sin conexión con
los precedentes; una ruptura incesante de los afectos que constituyen el
encanto de la vida presente, así como la más dulce y consoladora esperanza del
porvenir. Sería, por último, la negación de toda responsabilidad moral.
Semejante doctrina resultaría tan inadmisible y tan incompatible con la
justicia de Dios como la de una única existencia cuya perspectiva fuera la
eternidad absoluta de las penas, consecuencia de algunas faltas transitorias.
Es comprensible, pues, que aquellos que se forman semejante idea de la
reencarnación la rechacen; pero no es de ese modo como nos la presenta el
espiritismo. La existencia espiritual del alma -nos dice el espiritismo- es su
existencia normal, con un recuerdo retrospectivo indefinido [1]. Las
existencias corporales sólo son intervalos, breves estaciones en la existencia
espiritual, y la suma de todas esas estaciones es una mínima parte de la
existencia normal, como si en un viaje de muchos años, cada tanto el viajero se
detuviese por algunas horas. Si bien durante las existencias corporales
pareciera que existe solución de continuidad debido a la ausencia del recuerdo,
la unión se establece en el transcurso de la vida espiritual, que no tiene interrupción.
En realidad, la solución de continuidad sólo existe para la vida corporal
exterior y de relación; y en ese aspecto la ausencia del recuerdo constituye
una prueba de la sabiduría de la Providencia, que de ese modo ha evitado que el
hombre se desvíe demasiado de la vida real, donde tiene deberes que cumplir. No
obstante, cuando el cuerpo se halla en reposo, durante el sueño [2],
el alma levanta vuelo parcialmente, y entonces se restablece la cadena que sólo
ha sido interrumpida con la vigilia. Aún se puede hacer una objeción a esto,
preguntando qué provecho puede el hombre sacar de sus existencias anteriores
para su mejoramiento, dado que no recuerda las faltas que ha cometido. En
primer lugar, el espiritismo responde que el recuerdo de las existencias
desdichadas, asociado a las miserias de la vida presente, haría que esta última
fuese aún más penosa. Por lo tanto, representaría un incremento de sufrimiento
que Dios ha querido ahorrarnos. Si así no fuese, ¡cuán grande sería nuestra
humillación al pensar en lo que hemos sido! A los efectos de nuestro
mejoramiento, aquel recuerdo sería inútil. Durante cada existencia damos
algunos pasos hacia adelante, conquistamos algunas cualidades y nos despojamos
de algunas imperfecciones. Así, cada una de esas existencias es un nuevo punto
de partida, en la que somos tal como nos hemos hecho, en la que nos
consideramos por lo que somos, sin la preocupación de lo que hemos sido. Si en
una existencia anterior fuimos antropófagos, ¿qué nos importa si ya no lo
somos? Si tuvimos un defecto cualquiera del cual no conservamos vestigios, esa
es una cuenta saldada que ya no debe preocuparnos. Supongamos, por el
contrario, que se trate de un defecto que sólo hemos corregido parcialmente: el
resto quedará para la vida siguiente, y nos corresponderá corregirlo en esa
ocasión. Tomemos un ejemplo: un hombre ha sido asesino y ladrón, y recibió su
castigo tanto en la vida corporal como en la espiritual. Se arrepintió y se
corrigió de su primera inclinación, pero no de la segunda. En la existencia
siguiente sólo será ladrón; tal vez un terrible ladrón, pero ya no será un
asesino. Un paso más adelante y será apenas un ratero; algo más tarde, ya no
robará, pero probablemente tenga inclinación hacia el robo, que su conciencia
neutralizará. Posteriormente, en un último esfuerzo y habiendo desaparecido
todos los rastros de la enfermedad moral, será un modelo de probidad. En ese
caso, ¿qué habrá de importarle lo que fue? El recuerdo de haber muerto en el
cadalso, ¿no sería para él una tortura, una constante humillación? Aplicad este
mismo razonamiento a todos los vicios, a todos los desvíos, y podréis ver cómo
se mejora el alma, pasando y volviendo a pasar por los tamices de la
encarnación. ¿Acaso Dios no es más justo al determinar que el hombre sea el
árbitro de su propia suerte mediante los esfuerzos que puede hacer para
mejorarse, en vez de disponer que su alma nazca al mismo tiempo que su cuerpo,
para luego condenarla a tormentos perpetuos por errores pasajeros, sin
concederle los medios para que se purifique de sus imperfecciones? Con la
pluralidad de las existencias, el porvenir está en sus manos. Si emplea mucho
tiempo en mejorarse, sufre las consecuencias de ese proceder; en eso consiste
la justicia suprema; pero la esperanza jamás se le niega. La siguiente
comparación puede ayudar a que se comprendan las peripecias de la vida del
alma. Supongamos un camino a lo largo del cual, a intervalos desiguales, se
encuentran bosques que es preciso atravesar; a la entrada de cada uno se
interrumpe la hermosa y ancha carretera, para continuar a la salida. Un viajero
va por ese camino y penetra en el primer bosque. Allí ya no hay un sendero
trazado. Por el contrario, se encuentra con un laberinto intrincado en el que
se pierde. La luz del sol ha desaparecido en la espesura. Deambula sin saber
hacia dónde se dirige. Finalmente, tras una fatiga atroz, llega al extremo del
bosque, extenuado, lastimado por las espinas, con contusiones causadas por las
piedras. Entonces descubre de nuevo el camino y la luz, y prosigue su
trayectoria procurando curarse de sus heridas. Más adelante se topa con un
nuevo bosque, donde lo esperan las mismas dificultades. Con todo, como ya tiene
algo de experiencia, sale de él menos magullado. En otra ocasión se encuentra
con un leñador que le indica la dirección que debe seguir para no desviarse. A
cada nueva travesía aumenta su destreza, de modo que traspone cada vez más
fácilmente los obstáculos. Convencido de que a la salida encontrará de nuevo el
camino iluminado, se apoya en esa certeza. Además, ya sabe orientarse para
hallarlo con más facilidad. El camino termina en la cumbre de una montaña
altísima, desde donde el viajero observa todo el trayecto que ha recorrido
desde el punto de partida. Ve también cada uno de los bosques que atravesó y
recuerda las vicisitudes que ha sufrido, pero ese recuerdo no tiene nada de
penoso, porque ha llegado al final de su recorrido. Es como un viejo soldado
que, en la calma del hogar, rememora las batallas en las que participó.
Aquellos bosques extendidos a lo largo de la ruta son para él como puntos
negros sobre una cinta blanca, y se dice a sí mismo: “Cuando estaba en medio de
aquellos bosques, principalmente en los primeros, ¡qué largas me parecían las
travesías! Creía que nunca llegaría a la meta; todo alrededor mío parecía
gigantesco e insuperable. Y cuando pienso que sin aquel bondadoso leñador que
me puso en el camino correcto, ¡tal vez seguiría en ese lugar! Ahora que
contemplo esos mismos bosques desde el punto de vista donde me encuentro, ¡qué
pequeños me parecen! Podría trasponerlos con un solo paso; pero además los
penetro con la vista y distingo sus mínimos detalles; percibo incluso los pasos
en falso que he dado”. Entonces un anciano le dice: “Hijo mío, has llegado al
término del viaje; no obstante, un reposo indefinido te ocasionaría un tedio
mortal, y pronto echarías de menos las vicisitudes que experimentaste y que
mantenían en actividad tus miembros y tu espíritu. Desde aquí ves una gran
cantidad de viajeros en el camino que has recorrido, que al igual que tú corren el riesgo de desviarse; tienes experiencia, ya no le
temes a nada; ve al encuentro de ellos y procura guiarlos con tus consejos, a
fin de que lleguen más pronto”. “Iré con alegría -replica nuestro hombre-; pero
te pregunto: ¿por qué no hay un camino directo desde el punto de partida hasta
aquí? Eso ahorraría a los viajeros la travesía por aquellos detestables
bosques.” “Hijo mío -replica el anciano-, presta atención y verás que muchos
evitan cruzar algunos de esos bosques; son los viajeros que han adquirido antes
la experiencia necesaria, y que por eso saben tomar un camino más directo y más
corto para llegar hasta aquí. No obstante, esa experiencia es fruto del trabajo
que le impusieron las primeras travesías, de tal modo que sólo han llegado
hasta aquí por sus propios méritos. ¿Qué sabrías, tú mismo, si no hubieses
pasado por allá? La actividad que debiste desplegar y los recursos de la
imaginación que necesitaste para abrirte camino, acrecentaron tus conocimientos
y desarrollaron tu inteligencia; sin eso serías tan inexperto como cuando
estabas en el punto de partida. Además, mientras procurabas liberarte de las
dificultades, has contribuido al mejoramiento de los bosques que atravesaste.
Lo que hiciste fue poca cosa, casi imperceptible; piensa, sin embargo, en los
miles de viajeros que hacen otro tanto y que, al mismo tiempo que trabajan para
sí mismos, trabajan sin percibirlo para el bien común. ¿No es justo que reciban
el salario de sus pesares con el reposo de que gozan aquí? ¿Qué derecho
tendrían a ese reposo si no hubieran hecho nada?” “Padre mío -responde el
viajero-, en uno de esos bosques encontré a un hombre que me dijo: ‘En los
confines de este lugar hay un inmenso abismo que es preciso trasponer de un
solo salto; entre mil, apenas uno lo consigue; todos los demás caen a un
precipicio donde hay una hoguera encendida y se pierden inevitablemente’. No he
visto ese abismo”. “Hijo mío, ese abismo no existe, pues de lo contrario sería
una celada abominable, tendida a todos los viajeros que vienen hacia acá.
Sé muy bien que deben allanar dificultades, pero también sé que tarde o temprano las superarán. Si yo hubiese creado dificultades para uno solo, a sabiendas de que sucumbiría, habría cometido una crueldad, que sería aún más terrible si afectara a la mayoría de los viajeros. Ese abismo es una alegoría, cuya explicación vas a recibir. Mira el camino y observa los intervalos de los bosques. Entre los viajeros, ves que algunos avanzan con paso lento y semblante jovial; observa aquellos amigos que se han perdido de vista en los laberintos del bosque: ¡qué felices se sienten de haberse encontrado de nuevo a la salida! Pero a la par de ellos existen otros que se arrastran penosamente; están estropeados e imploran la compasión de los que pasan, dado que sufren atrozmente a causa de las heridas con que por su propia culpa se han cubierto. Con todo, habrán de curarse, y eso constituirá para ellos una lección de la que extraerán provecho en el bosque siguiente, de donde saldrán menos golpeados. El abismo simboliza los males que experimentan, y al decir que de mil apenas uno lo traspone, aquel hombre tuvo razón, porque la cantidad de los imprudentes es muy elevada; pero se equivocó al decir que aquel que caiga allí no saldrá más. Para llegar hasta mí siempre hay una salida. Ve, hijo mío, ve a mostrar esa salida a los que están en el fondo del abismo; ve a amparar a los heridos de la ruta y a enseñar el camino a los que se pierden en los bosques.” E1 camino es el símbolo de la vida espiritual del alma, en cuyo transcurso esta es más o menos feliz. Los bosques son las existencias corporales, en las que ella trabaja para su adelanto, al mismo tiempo que para la obra general. El viajero que llega a la meta y vuelve para prestar ayuda a los rezagados simboliza a los ángeles de la guarda, los misioneros de Dios, que se sienten felices al verlo, pero que también continúan activos para hacer el bien y obedecer al supremo Señor.
Sé muy bien que deben allanar dificultades, pero también sé que tarde o temprano las superarán. Si yo hubiese creado dificultades para uno solo, a sabiendas de que sucumbiría, habría cometido una crueldad, que sería aún más terrible si afectara a la mayoría de los viajeros. Ese abismo es una alegoría, cuya explicación vas a recibir. Mira el camino y observa los intervalos de los bosques. Entre los viajeros, ves que algunos avanzan con paso lento y semblante jovial; observa aquellos amigos que se han perdido de vista en los laberintos del bosque: ¡qué felices se sienten de haberse encontrado de nuevo a la salida! Pero a la par de ellos existen otros que se arrastran penosamente; están estropeados e imploran la compasión de los que pasan, dado que sufren atrozmente a causa de las heridas con que por su propia culpa se han cubierto. Con todo, habrán de curarse, y eso constituirá para ellos una lección de la que extraerán provecho en el bosque siguiente, de donde saldrán menos golpeados. El abismo simboliza los males que experimentan, y al decir que de mil apenas uno lo traspone, aquel hombre tuvo razón, porque la cantidad de los imprudentes es muy elevada; pero se equivocó al decir que aquel que caiga allí no saldrá más. Para llegar hasta mí siempre hay una salida. Ve, hijo mío, ve a mostrar esa salida a los que están en el fondo del abismo; ve a amparar a los heridos de la ruta y a enseñar el camino a los que se pierden en los bosques.” E1 camino es el símbolo de la vida espiritual del alma, en cuyo transcurso esta es más o menos feliz. Los bosques son las existencias corporales, en las que ella trabaja para su adelanto, al mismo tiempo que para la obra general. El viajero que llega a la meta y vuelve para prestar ayuda a los rezagados simboliza a los ángeles de la guarda, los misioneros de Dios, que se sienten felices al verlo, pero que también continúan activos para hacer el bien y obedecer al supremo Señor.
Obras Póstumas – El camino de la vida - Allan Kardec
[1] Véase el Libro de los Espíritus,
Capítulo VII – Retorno a la vida corporal - Olvido del pasado
[2]Véase el Libro de los Espíritus,
Capítulo VIII– Emancipación del alma - El sueño y los sueños
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